“En la posguerra comíamos gatos y estamos a punto de empezar a volver a hacerlo” digo, como título

“En la posguerra comíamos gatos y estamos a punto de empezar a volver a hacerlo” digo, como título

lunes, 6 de octubre de 2014

Clara



amarillo cansancio. Amarillo hiena

Voy a escribir sin escribir. Voy a ser torrente sin forma. Voy a decir ventrílocuo de ciervos, cornamenta, olor a pino, voy a decir ninguna cosa, altisonante, amorfa, silencio estrepitoso. Voy a escribir porque no puedo volar, porque he olvidado volar y andar no es suficiente. Andar es coleccionar pisadas, una tras otra, recorrer los mismos tramos, ver a otra gente. Dónde va esa otra gente, cuál es su conversación, acaso sufren de silencio. Voy a confesar esta debilidad de lunes, de toda la semana por delante y tanto tiempo. Esta amalgama de muros que crecen cada vez más alto, está cárcel en el pecho, este sabor a gris y a ceniza, esta luz tamizada de otra tierra. Esta luz insuficiente de la meseta, este amarillo caído de pigmento, voy solo a llenar espacio porque ella me ha dicho que escriba. Ella es sabia e importante y quiere que llene las líneas, cree que puedo aprender de nuevo el vuelo. Mientras observo la sombra oscura de los pájaros, como se posan entre la hoja caída y se confunde el remolino y ahora son hoja y ya no pájaro, crujiendo. Dónde pasan las formas a deformarse, todo es un tránsito hacia otra cosa, mis manos son excusa de movimiento, este escrito es también una disculpa, disculpa por esta época estéril que crece en espiral, este hambre de vacío que lo devora todo. La mente adormilada, las manos despiertas, este contraste de sin sentido. Elegir un color para ensuciarlo de matices, para llenarlo de otro y tener ya otro nombre, esa es la mezcla. Coger la mañana y hacer de ella tarde, adelantar la hora de la comida a hace tres días, mantener el caldo a la temperatura justa para comerlo. Admitir que las horas se condensan en miedo, en pérdida, saber que retrocedo. Crear un decálogo de la queja, construirla y hacer de ella un arte, la queja cada vez más cerca de la podredumbre, de la ponzoña. Elevar el yo por encima de lo otro, carecer de lo otro por estar enferma de una misma. El otoño sucediendo indiferente, la mañana más fría. He perdido los zapatos y estoy sucia. Ando descalza por el descampado de un mayo anterior a todo esto, el cielo luce azul y se agarra la herida. Los insectos crean círculos alrededor del cuerpo. Estoy sucia y la suciedad no desaparece por mucho que me apriete, quiero decir cornamenta y ciervo, quiero el olor a pino, andar con las manos, desdecir el cuerpo.

sábado, 4 de octubre de 2014

La abuela de mi madre


No fue sino hasta los veinticinco años que pude probar el conejo.
El conejo pertenecía a esa figura oscura y ciega, a esa presencia que había arrastrado con su peso incierto todas las costumbres, cercenado la alegría de raíz, herido desde el gesto y para siempre, muy dentro de la identidad e incluso más allá de la memoria. La maldad adquiere formas débiles y escondiendo en tierna virtud del tiempo genera un hábito que anuncia un dolor mudo, por continuado.
Ella comía conejo con esas manos tiesas dispuestas siempre a llenarse de náusea y de jugos, del hilo de las frutas, sus manos como garras marcando las paredes en las que se vencía apoyando su peso, muerto antes que ella, doblado en ruinas sobre las rodillas, rodillas abultadas con el rojo amoratado, y los ojos ciegos con una película blanca que hacía de los otros víctimas apenas reconocibles pero objetos de su lengua hecha para pronunciarse en desaires, para herir desde lo cotidiano, para acabar con la paciencia y crispar los nervios.
Comía conejo como destrozando el mundo entre sus dientes, se llenaba de grasa hasta los codos, manchaba todo su ser mientras devoraba, ciega, la carne y el ánimo.
Toda la familia quieta, paralizada a sus deseos, temiendo su incisión, su murmullo. La ponzoña gris que había decapitado la infancia, deslucido la risa, acotado la jornada al ritmo vital de un muerto. Y finalmente la muerte, tarde, trasnochada, con todo el daño hecho, la muerte y la alegría del vivo, la vida de nuevo. Pero la memoria no muere con el muerto, continúa desecha de si misma, oscurecida