“En la posguerra comíamos gatos y estamos a punto de empezar a volver a hacerlo” digo, como título

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sábado, 4 de octubre de 2014

La abuela de mi madre


No fue sino hasta los veinticinco años que pude probar el conejo.
El conejo pertenecía a esa figura oscura y ciega, a esa presencia que había arrastrado con su peso incierto todas las costumbres, cercenado la alegría de raíz, herido desde el gesto y para siempre, muy dentro de la identidad e incluso más allá de la memoria. La maldad adquiere formas débiles y escondiendo en tierna virtud del tiempo genera un hábito que anuncia un dolor mudo, por continuado.
Ella comía conejo con esas manos tiesas dispuestas siempre a llenarse de náusea y de jugos, del hilo de las frutas, sus manos como garras marcando las paredes en las que se vencía apoyando su peso, muerto antes que ella, doblado en ruinas sobre las rodillas, rodillas abultadas con el rojo amoratado, y los ojos ciegos con una película blanca que hacía de los otros víctimas apenas reconocibles pero objetos de su lengua hecha para pronunciarse en desaires, para herir desde lo cotidiano, para acabar con la paciencia y crispar los nervios.
Comía conejo como destrozando el mundo entre sus dientes, se llenaba de grasa hasta los codos, manchaba todo su ser mientras devoraba, ciega, la carne y el ánimo.
Toda la familia quieta, paralizada a sus deseos, temiendo su incisión, su murmullo. La ponzoña gris que había decapitado la infancia, deslucido la risa, acotado la jornada al ritmo vital de un muerto. Y finalmente la muerte, tarde, trasnochada, con todo el daño hecho, la muerte y la alegría del vivo, la vida de nuevo. Pero la memoria no muere con el muerto, continúa desecha de si misma, oscurecida

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